Guadalupe, asomada al estrecho balcón de la salita contigua a su dormitorio, miraba triste a lo lejos, perdida en sus más profundos pensamientos y añorando, como todos los días, a su querida tierra y a su familia. No se daba cuenta que debajo de ella, en la calle, un grupo de personas eran detenidas por la Policía y conducidas a un furgón especial, sin consignas de ninguna clase. Todos sabían que esas personas habían intentado pasar al otro lado del muro, pero sin éxito. Lo iban a pasar mal. Transcurría el año 1980, en el corazón de Berlín, de un Berlín del Este parado en el tiempo y sin esperanza para la mayoría de sus habitantes.
Lupe, como la llamaban, era una mujer rubia y alta, perteneciente a una fuerte y brava raza, sin envidiar a otras consideradas como tales, que no le hacía falta presumir de lo que era, lo demostraba día a día. Esta extremeña afincada en la Alemania Democrática se había casado por amor con un hombre alto, fuerte, guapo, rubio de ojos azules, y con una profesión bien considerada. Hans Waltz era un famoso médico psiquiatra berlinés, de clase distinguida e hijo y nieto de científicos de origen austriaco. Creyendo que iba a ser feliz con él, Guadalupe pasó muy contenta al otro lado del Telón de acero. Entonces era joven y por lo tanto ilusa, soñadora, romántica, ingenua e ignorante. Sabía que las cosas al otro lado no estaban muy bien, pero nunca lo había experimentado. Cuando se casó, en el año 1970, en España casi nadie sabía lo que realmente ocurría en el resto del mundo. Conoció a Hans y celebraron su matrimonio en Madrid. Cuando viajó a Alemania pensaba regresar pronto a su ciudad natal para ver a su familia y amigos y contarles muchas cosas, todo lo que hubiera pasado esos meses fuera de casa. Pero ya tenía cerca de cuarenta años, un hijo de ocho y, asomada al balcón de su residencia berlinesa, soñaba despierta con el día en el que pudiera volver a ver a su gente y contarles su, no muy feliz, historia.
-Señora, -la interrumpió Adelina, la asistenta- el señor acaba de llamar para comunicar que hoy no puede venir a comer, tiene una reunión muy importante con un grupo de médicos extranjeros que se han presentado sin avisar. Ha dicho que se encargue usted del niño y que no lo esperen. Ya llamará cuando termine. Pero que no se preocupe, seguramente será tarde.
-Gracias, Adelina, -respondió Lupe- puedes retirarte. ¡Ah, por cierto! Tómate el día libre.
-Pero, señora…, no sé si debo, -dijo sorprendida la joven- no es habitual…
-No te preocupes, -la tranquilizó Lupe- iré personalmente a por mi hijo al colegio, nos sentará bien un paseo a los dos y después, lo más seguro, es que prepare una rica comida española, ¡hace tanto tiempo que tengo ganas de hacerlo! Unas migas extremeñas…, aunque se me ha olvidado exactamente cómo se hacen, pero tengo la receta en alguna parte y…
-Señora Waltz, a su marido no le va a gustar nada que usted haga eso. No pueden ir solos por la calle. Tienen que ir en el coche -dijo Adelina con cierto miedo-. Y no creo que le guste que su hijo coma algo que no sea alemán.
-Adelina, la responsable soy yo. ¡Estoy harta de esta vida! Necesito libertad -dijo Lupe muy angustiada.
-Ya imagino, pero si me voy, como usted dice, su marido me va a echar de patitas a la calle y no tengo otra posibilidad para trabajar dignamente. Usted sabe lo mal que está el trabajo. Tengo una niña pequeña. ¡Por favor! -Ante la súplica de Adelina, Lupe sintió lástima y cambió sus planes.
-De acuerdo, no te tomes el día libre. Voy a ir al colegio en coche, aunque sea ridículo pues no hay más de un kilómetro. Haremos eso para que nadie sospeche nada. Pero tú me esperarás en casa y cuando lleguemos me vas a permitir hacer las deliciosas migas y una riquísima tortilla de patatas. ¿De acuerdo?
-No sé, señora…
-¡Venga ya, Adelina! ¡Que no se va a enterar! Y si se entera de algo, échame a mí la culpa y ya está. ¡Tranquilízate! -dijo Lupe.
Cuanto más disfrutaban Lupe y su hijo del delicioso arte culinario, más se relajaban y más miedo sentía Adelina por ellos. No se atrevía a gozar también del relax aunque estaba invitada. Christoph nunca se lo había pasado tan bien y veía a su madre sonreír como nunca antes la había visto. Sintió que, por primera vez en su vida, hacía algo que le gustaba. ¿No estaría cometiendo un pecado? En ese momento no tenía ganas de pensar en ello, lo haría más tarde. Posiblemente cuando llegase su padre sentiría remordimientos, pues para el niño la figura paterna representaba las normas más estrictas y tenía que obedecer sin rechistar o atenerse a unos duros castigos, impuestos por el hombre autoritario en el que se había convertido Hans.
Después de preparar las migas según la receta que Lupe guardaba tan celosamente, decidieron darle a probar a Adelina creyendo que habiéndolo hecho al pie de la letra habría salido rico, rico. Al ver la cara que puso la pobre chica, madre e hijo cogieron una cuchara y lo probaron. No sabían qué era lo que había salido mal, en algo debieron equivocarse pues eso no parecía ni siquiera comestible. Rieron. A Adelina no le hizo mucha gracia, sobre todo, cuando vio cómo unos trozos de pan volaban hacia ella y, antes de poder abrir la boca, su pechera los había recogido todavía calentitos. ¿Querían jugar? Pues bien, jugarían. Ahora sí que Adelina calmó su tensión y comenzó su contraataque.
A los pocos minutos la cocina estaba llena de mierda, un auténtico estercolero. Y en medio de toda aquella porquería había tres personas que, a duras penas, lo parecían. Reían, gritaban y, embadurnados de harina, huevos, aceite, sal…, parecían unos dulces caseros. ¡Qué forma más maravillosa para relajarse y dejar atrás angustias y tensiones!
Adelina resbaló y cayó al suelo, justo detrás de la mesa de madera que estaba situada en el centro de la cocina. Revestida con un gran mantel desde la puerta no se veía la parte de debajo de la mesa. En ese momento, Lupe y Christoph miraron hacia el pasillo y vieron una estática figura que les miraba con ojos encolerizados, llenos de odio y de asco. Se quedaron quietos, sin moverse. Adelina se percató de que pasaba algo raro y se quedó asimismo inmóvil y callada, como una estatua. Todos esperaron. Al cabo de un rato de incertidumbre, la estática figura habló:
-Guadalupe, quiero esto limpio en unos minutos. Tú lávate bien y lava a mi hijo -dijo Hans con sumo cuidado, midiendo muy bien sus palabras-. Tenemos que hablar. Cuando termines, ven a mi despacho.
Para Lupe fue la más dura y terrible experiencia de toda su vida. Nunca antes le había pasado nada igual. La brutal paliza que su marido le propinó por todo el cuerpo y que con mucho cuidado no le dañó la cara, le dejó una marca crónica, la huella imborrable de lo psicológico, en una mente ya de por sí algo tocada por el sufrimiento de estar lejos de su mundo.
Anochecía en la triste ciudad que otrora fuera capital de un gran imperio. En sus edificios, en sus calles, plazas y callejuelas, habían quedado plasmados los restos de un glorioso pasado, esperando el regreso de lo que, asimismo, anidaba en la mente de todos sus vecinos: prosperidad y libertad.
Lupe, Hans y Christoph acababan de cenar. Adelina, después de recoger la mesa y ayudar en la cocina, terminó su turno de trabajo y, como todas las noches, se despidió del matrimonio Waltz y del pequeño. Christoph hizo lo mismo cuando Adelina cerró la puerta, dio un beso a sus padres y con mucha solemnidad y buenos modales se fue a su habitación con la intención de dormir. Lupe, que llevaba varios días sin hablar con su marido, cogió un libro y leyó un rato, pues le estaba prohibido ver la televisión o abandonar el salón tan pronto. No tenía ganas de leer por mucho que le gustase y su mente viajó lejos para no deprimirse. Hans, como siempre, cogió el periódico del día y se entretuvo leyendo las suaves noticias dadas a cuentagotas por una prensa obediente y disciplinada. Lo que más le gustaban eran los pasatiempos y normalmente no se iba a la cama hasta que no los terminaba.
Cuando hubo pasado un tiempo prudente, Lupe se levantó de su confortable sillón de terciopelo marrón, le dio las buenas noches a su marido, sin mirarle siquiera, y se retiró a su dormitorio. Desde el día que la pegó dormían en la misma habitación, pero en camas separadas. Ella hubiera preferido dormir en otro lugar, lejos de su agresor, pero él no lo consintió y lo único que aceptó fue eso. Lupe era su esposa, le pertenecía, no podía hacer lo que la diera la gana.
Una vez en el dormitorio, Guadalupe escuchó detrás de la puerta, no se oía nada. Cogió una pequeña maleta que tenía preparada en el fondo del armario. Hans no miraba nunca dentro de los muebles, todo se lo tenían que tener preparado de antemano. Y si tenía que buscar algo, siempre era Lupe la que lo hacía. Con la maleta en una mano y una chaqueta en la otra abrió la puerta con sumo cuidado y salió al pasillo. Hans estaba en el piso de abajo con la luz encendida, se le oía toser y protestar cuando no acertaba la respuesta de algún crucigrama. Se notaba bastante su presencia, en todo momento se sabía dónde estaba.
Lupe esperó delante de la puerta semiabierta del dormitorio de su hijo. Cuando sintió a su madre, Christoph salió en silencio, con otra maleta y la rústica pelliza que le regaló su padre para cuando iban al campo. No le gustaba mucho ponérsela porque parecía un pastor, cosas de críos, pero ahora tenía que pasar desapercibido y era lo más normal que tenía. Los dos iban cómodos y sencillos para no llamar la atención. Bajaron las escaleras con mucho sigilo. Tenían miedo. ¿Y si Hans les veía o escuchaba alguna cosa? Temían lo peor, pero era mejor arriesgarse que seguir sufriendo de aquella manera. Lupe estaba decidida y Christoph también porque quería mucho a su madre y ella le había explicado todo lo que el niño tenía que saber. También le habló de la libertad, algo que no conocía aún. Quería a su padre, pero le respetaba con temor.
Tenían que pasar por delante de la puerta abierta del salón. Iba a ser difícil pues temían que Hans les pudiera ver. En ese mismo instante llegó Günter, el chófer-mayordomo y, como si no les hubiera visto, entró en la habitación, se puso delante de la puerta y entretuvo a Hans. A Lupe y a su hijo les dio tiempo de sobra para llegar hasta la entrada y salir a la calle. Una vez fuera tuvieron que ir por detrás de unos setos para que no les viera nadie y a la vuelta de la esquina les esperaba Adelina. Se subieron a un pequeño coche destartalado y se alejaron despacito, sin llamar la atención.
Ya era noche cerrada y a pocas manzanas de su residencia el coche paró y se apearon Lupe, Christoph y Adelina. El conductor del vehículo, después de desearles mucha suerte, siguió su ruta, tenía que recoger a otras personas. Nuestros amigos entraron en el portal de una vieja casa, parecía que no había nadie. Se respiraba soledad. Unas escaleras subían hacia otros pisos, había varios y estaban habitados. Y otras escaleras, las que tomaron, bajaban a un sótano, pequeño y oscuro. Era un trastero. Adelina retiró una alfombra del suelo y, cogiendo un gancho que insertó en una casi invisible ranura, abrió una puerta que no parecía tal sino el mismo pavimento imitación piedra. Madre e hijo la ayudaron y bajaron unas peligrosas escaleras. Estaba muy oscuro pero al girar en una esquina del pasillo vieron una luz que alumbraba una habitación. Era un amplio búnker lleno de gente. Berlín, por cierto, es una ciudad llena de ellos, como muchísimas otras. Había camas en varias habitaciones, mesas y bancos para sentarse, colchones en el suelo, despensas llenas de comida. Todo lo necesario para que esas personas pudieran pasar allí varios días.
Voluntarios como Adelina ayudaban. Aunque existía una buena organización, a veces tenían fallos y se arriesgaban mucho, pero no lo hacían por dinero sino por ayudar realmente, porque eran buenas personas y sentían que era su deber. Algunos les pagaban y, desde luego, les venía muy bien porque así sufragaban los gastos de alimentación y combustible, sobre todo. Lupe le había dado a Adelina bastante dinero, mucho de lo que tenía en su cuenta particular, pues también tenía otra en común con su marido. Esa no se podía tocar y el director del Banco no le permitía, además, sacar un solo marco sin antes contar con el permiso de Hans. Pero Lupe, poco después de casarse y al saber estas condiciones, abrió una cuenta de ahorros en otra entidad, con su nombre de soltera, por si acaso. Y, como era difícil poder ahorrar, tenía que hacer trampas y sisar. Por ejemplo: le pedía a Hans dinero para comprarse una blusa, compraba unos retales de telas, bonitos pero baratos, luego se hacía ella misma la blusa, a mano y a escondidas. A él le decía que había costado el doble o el triple y era creíble. La diferencia, por supuesto, iba a la cuenta secreta.
Lupe y Christoph durmieron poco esa noche, un par de horas, si acaso. Adelina se marchó pronto y les dejó en manos de otras personas. Antes de amanecer les llamaron y les dijeron que tenían la oportunidad de irse en ese mismo momento. ¿Estaban preparados? Los dos asintieron enseguida y se levantaron rápido. Un hombre les acompañó durante el trayecto. El mismo coche que les había llevado hasta el búnker les volvió a trasladar, esta vez hasta el mismísimo muro. Todavía era de noche, no había nadie por las calles. Se apearon en un lugar que pasaba desapercibido a los ojos de los somnolientos centinelas que velaban por la seguridad de los ciudadanos. Y no se dieron cuenta de que allí mismo había más gente. No se les oía en absoluto pero tampoco se les veía. Era un buen lugar por donde escapar, además, era un sitio nuevo ya que, de vez en cuando, tenían que abandonar el anterior por motivos de seguridad y porque algunas veces les pillaban, normalmente cuando había un chivatazo.
Lupe llevaba a su hijo de la mano. El hombre que les acompañó se despidió deseándoles buena suerte y les dejó solos. Estaban a cinco metros del muro. Dos personas habían retirado unas piedras y los demás estaban pasando por el agujero hacia el lado de la libertad. Cuando solo faltaba un metro para la salida, Lupe sintió un empujón y, de pronto, se encontró al otro lado del muro, pero sin su hijo. ¡Christoph! Su desesperación era total. Un hombre y una mujer la cogieron por los brazos y la llevaron rápidamente lejos de aquel lugar.
Mientras iba en el avión que había cogido en París con rumbo a Madrid, Guadalupe solamente pensaba en su niño. Cerró los ojos y recordó cómo una vez traspasado el muro, dos personas la metieron rápidamente en un coche y la llevaron a un hotel. No era precisamente de lujo, pero Lupe hacía mucho tiempo que no veía nada parecido. Y eso que ella vivía bien. El teléfono, por ejemplo, le pareció muy raro, en el Este todos eran más antiguos, no habían cambiado en muchos años. Y seguía en la misma ciudad de Berlín. Se dio cuenta de que había estado viviendo en el pasado y, ¡habían transcurrido más de treinta años desde que acabara la guerra!
Las personas que la recogieron se disculparon por haberla llevado a la fuerza, pero es que si la hubieran pillado entonces lo habría pasado francamente mal. La explicaron la situación y ella no hacía otra cosa sino preguntar por su hijo. ¿Qué había sucedido?, ¿cómo podía enterarse si estaba bien o mal?, ¿qué podía hacer? El hombre y la mujer no sabían qué decirle, pues nunca se habían encontrado con una situación parecida. Para Lupe, desde luego, era tremendamente desesperante. Sentía tal impotencia que ya le fallaban las fuerzas. Entonces la mujer dijo que quizás alguien podría echarle una mano.
Tuvo que esperar hasta el día siguiente para poder hablar con la persona que iba a ayudarla. Lupe esperó en la habitación del hotel sin salir ni siquiera para comer ya que la dijeron que esperase una llamada telefónica. La pareja había terminado su misión y al despedirse le desearon buena suerte. Cuando colgó el teléfono, después de haber pedido el desayuno, fue cuando recibió la esperada llamada. Era un hombre que, además de alemán, hablaba también español. Lupe sintió una alegría enorme al poder comunicarse en su lengua materna. El hombre dijo llamarse Paco, aunque estaba segura de que ese no era su verdadero nombre y, le contó todo lo sucedido sin saltarse ni un solo detalle. Paco escuchó en silencio y no le hizo muchas preguntas, dónde vivían, la edad del niño y poco más. La dijo que tuviera paciencia y siguiera esperando, la llamaría lo antes posible y le daría alguna información fiable. Lupe se impacientó pero supo aguardar con esperanza.
Al poco rato, que para ella fue mucho, Paco volvió a llamar. Christoph estaba perfectamente bien. La noche de la fuga, su marido se enteró pronto de la huida y estuvo buscándoles por todas partes. No dijo nada a la Policía, pero les encontró cuando iban a pasar el muro y pudo sujetar al niño y quedarse con él antes de que ella se diera cuenta. Como madre que era de su hijo, no pudo denunciarla, además Hans estaba seguro de que Lupe volvería.
Y Lupe quiso volver lo antes posible. Entonces Paco le dijo que, ya que el niño estaba bien y parecía que su padre no iba a hacerle ningún daño, ¿por qué no se iba unos días a España, descansaba, se relajaba y visitaba a su familia? Hacía mucho tiempo que no les veía y no sabía si volvería a verles, ya que su situación era difícil. Luego, cuando quisiera volver a Berlín, solo tenía que llamar a Hans.
De Berlín viajó a París con el único propósito de visitar el Museo del Louvre. Era uno de sus sueños y tampoco sabía si iba a poder tener otra oportunidad. Desde el hotel y unos minutos antes de dejarlo llamó a casa de los Waltz. Se puso Günter al aparato y avisó a Christoph, que en esos momentos estaba haciendo los deberes. Por suerte Hans no estaba, había ido a una de sus importantes reuniones. Lupe sintió un enorme alivio en el momento en el que escuchó la voz de su hijo. Era como si un extraño ser hubiese estado anidando en su pecho, apretando desde las entrañas y, al saber que el que había formado parte de su carne estaba bien, se liberó de toda opresión.
Mucho más tranquila, Lupe subió al avión y viajó a su querida tierra. Extremadura estaba como siempre, llena de olivos, de encinas y alcornoques, castaños y pinos; luminosa y fresca, fuerte y orgullosa. Sus campos, sus pueblos, su arquitectura, todo le recordaba a su infancia, aunque no había pasado mucho tiempo desde la última vez que la visitó, pero los diez años fuera la parecieron una eternidad. El ver a su familia le devolvió la alegría, solamente empañada por la ausencia de su niño. Con sus padres, hermanas y primos recorrió valles y montes, bosques y desiertos; pantanos, ríos y arroyos. Observó atentamente esa naturaleza salvaje que tanto echó de menos. ¡Agua, luz, viento!
Pasados unos días, Lupe decidió volver. Estaba ansiosa por estar de nuevo con su queridísimo Christoph. Su familia insistía para que buscara otra solución, pero era madre y, de momento, no había otra manera. No podía esperar más, su sacrificio era comprensible.
Al despedirse de su única sobrina, le regaló el sombrero que llevaba puesto cuando llegó, una auténtica reliquia para la niña, ya que era como los que lucían las famosas actrices de las películas antiguas. Un sombrerito de fieltro verde con una pluma y un velo negro que cubría solamente una sien. Una prueba más de que, en su Berlín del Este, el tiempo se quedó parado en los años cuarenta. Y, aunque Lupe no llevaba allí desde entonces, le perecía algo tan habitual que se sentía extraña al ver que nadie vestía igual y que muchas cosas habían cambiado, incluso la educación.
Volvió. Regresó al Berlín parado en el tiempo. La esbelta y agraciada Lupe sintió unas emociones muy confusas y diferentes. Alegría por ver de nuevo a su vástago y tristeza por estar de nuevo en el único sitio donde no la gustaría estar nunca más, un lugar de auténtica tortura para ella.
Se resignó e intentó llevar una vida lo más normal posible, por su hijo. Hans no volvió a pegarla, pero su relación fue deteriorándose cada día más, apenas hablaban y casi todo lo hacían por separado, incluso ya dormían en habitaciones separadas. Solamente estaban juntos cuando tenían que guardar las apariencias. Mientras tanto, Christoph crecía lo más feliz posible, también era un buen estudiante y el orgullo de sus padres. De Adelina no volvieron a saber nada, no volvió a casa de los Waltz desde la noche de la huida.
A los nueve años de su regreso a Berlín, Lupe asistió ilusionada a la maravillosa destrucción del muro que la había separado de su libertad. Y, a los pocos meses, Hans murió de una sobredosis de morfina. Era drogadicto y nadie lo supo porque había sido un médico perfecto y ejemplar, de cara a su alta sociedad.
Casi diez años después de su visita, Lupe regresó a su tierra. ¡Por fin! Ahora empezaría a vivir. Y Christoph, el rico heredero, al no tener ya a su padre y sentirse también libre, abandonó sus incipientes estudios de medicina, se fue a Niza y se dedicó a lo que más le gustaba: el cine.
Madre e hijo viven separados pero se ven muy a menudo. Son felices y hacen lo que les apetece, siempre dentro de unas normas morales y de su exquisita educación. Nunca más han vuelto a Berlín.
FIN